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Cada cierto tiempo, como parte de la lógica por haber nacido en una isla que pretende ser el centro del mundo, alguien me pregunta qué va a pasar en el futuro de Cuba. De la misma forma, por esta profesión de ordenar palabras para causar una impresión en el lector, alguien se me acerca para preguntarme si se puede aprender a escribir ficción.
A la primera pregunta ya ni respondo. A la segunda respondo con un rotundo sí, pero inmediatamente aclaro: Nadie va a escribir si antes no lee mucho. Esta es una respuesta de Perogrullo que dibuja una mueca de fastidio en la cara de una mayoría.
Los primeros textos, desde el punto de vista histórico que conozco sobre el aprendizaje de literatura creativa, y más allá del análisis que hace Aristóteles de la tragedia, vienen del escritor francés Antoine Albalat. Y digo que conozco, porque en esta búsqueda incesante sobre el saber, sobre la cultura, sobre la literatura y el arte de la escritura, puedo encontrar algo previo que aún no conozco. Albalat dijo en su magnífico libro, El arte de escribir en veinte lecciones: “Todos los grandes escritores proclaman la necesidad de leer y de leer bien. La lectura es la base del arte de escribir.”
Y en la misma obra, más adelante acota:
Es, casi siempre después de una lectura, cuando se manifiestan las vocaciones literarias, pues por ella es por lo que se abre nuestra mente a los múltiples recursos del arte de escribir. Ella nos los enseña en la práctica; nos revela los medios de ejecutarlos; nos hace ver cómo se trata una situación difícil, cómo se pone emoción en las frases, cómo se varían las expresiones. (…) Se puede afirmar que el hombre que no lee es incapaz de conocer sus fuerzas, y siempre ignorará lo que puede producir.[1]
Vivimos en un mundo complejo, agitado y donde cada vez más se nos invita al consumo de una cultura simplona, a cierto aprendizaje tecnológico y/o socialmente visual, con nombres extravagantes como literatura televisada o coaching literario, que no niego de plano, pero sí advierto el peligro de potenciarlo sobre la enseñanza tradicional.
No es posible escribir sin leer. Y me refiero a escribir de verdad, más allá de los trabajos de clase. Hablo de ordenar ideas sin retóricas barrocas, plasmarlas sin adjetivaciones innecesarias, conjunciones incómodas o adverbios desmedidos. Hablo de saber dirigir al lector hacia un objetivo sin que se dé cuenta, o por lo menos que no lo note tanto o no le importe, de crearle una emoción, un conflicto moral, una reflexión incómoda sobre sus creencias, sus prejuicios, su fe.
Se puede, y es recomendable, acercarse a un maestro, alguien que conoce la materia y sabe remitirnos a los libros que nos pueden iniciar en este camino, aunque a la larga, tendremos que labrar nuestro propio terreno baldío, debemos ser capaces de encontrar y escoger, entre tanto conocimiento, aquello que nos acerca a lo que somos, lo que pretendemos y nos sirve en los momentos concretos.
Y si la primera regla es leer mucho, incluso algunos libros malos para saber cómo no escribir, existen otra serie de reglas que ayudan a conseguir nuestro objetivo: como las clasificaciones por género, la estructura de un texto según su clasificación y ciertas pautas internas que permiten llegar adonde queremos.
Sin embargo, y en esto quiero ser muy claro, la literatura, a pesar de tener unas pautas muy definidas en muchos aspectos creativos y estéticos, no es una ciencia exacta. Esto es, a pesar de lo que digan positivistas y otros venidos a menos.
He visto blogs, páginas webs y parecidas que asumen cierta postura canónica sobre el arte de escribir, donde lo que menos importa es enseñar a escribir a los que lo pretenden sino atraer a cuantos incautos puedan, que en realidad pretenden hacer de este arte una fruslería más que se puede obtener con un bolsillo desahogado y cierta postura social.
Escandaliza esta tendencia a teorizar sobre los 20 libros que se deben leer para aprender a escribir, 100 ejercicios prácticos para ser escritores, los tres errores que te delatan como escritor novel, las 6 maneras de convertirse en escritor reconocido, y toda una estúpida como innecesaria retahíla de argumentos que ayudan al escritor; aquí no faltan tonterías del tipo, cuánto dormían los escritores, qué sombrero usaban o si bebían café, té, whisky o absenta.
Y bien, cualquier escritor medianamente entrenado sabe que casi cualquier simpleza, como una receta de cocina, una noticia mal redactada en la prensa o la caída de forma peculiar de una hoja en otoño, puede salvar una gran novela. Lo más nimio podría aportar una meditación sobre la naturaleza humana que haría un personaje inolvidable. Pero se debe ser muy superficial para creer que las recetas del tipo las cosas obligatorias que se deben hacer van a crear un gran escritor.
En especial, cuando las recetas aportadas pretenden establecer banderas, mojones que obligan a una dirección y niegan otras opciones. Desde negar finales abiertos –como Retrato del Artista adolescente, agregaría yo– o plantar la idea de que los villanos deben ser muy malos, muy malos, negando personajes inolvidables como, el inspector Javert, Moriarty, Raskolnikov o hasta Gollum.
Y aquí me miro al espejo, porque tanto Albalat, que resumía estas 20 lecciones, hasta yo mismo, alguna vez caemos en extraños reduccionismos diarios, que no pasan de ser divertimentos. El problema llega cuando se pretende crear una legión de creadores literarios en una masa orientada a la lectura exclusiva (o directamente al visionado en cine) de Últimas sombras de Grey o El código da Vinci.
No existen reglas invariables en la literatura. La literatura no es, y no puede ser, una ciencia exacta donde la fuerza de la repetición, o dicho de forma más científica, la práctica del hecho repetitivo, es el criterio valorativo de la verdad.
Goethe le confesó a Johann Peter Eckermann, que luego lo plasmó en sus Conversaciones con Goethe que si fuera joven en ese momento que hablaban intentaría escribir cómo le viniera en gana y no respetando reglas. De alguna manera, Goethe lo hizo creando un personaje inolvidable que se entrega al ángel caído por respeto a su profesión, lo hizo luego Mann, con una novela que ocurre en una montaña donde reina la paz en tiempos de guerra mundial, lo logró Dostoievski con un asesino que logra nuestra simpatía, o cuando menos nuestra comprensión.
Lo que importa aquí es que, al contrario que en las ciencias exactas (aunque algunas teorías actuales del estudio del cerebro dicen algo ligeramente contrario) no existen normas rígidas donde dos más dos es cuatro y la ley de la gravedad es 9,82 metros por segundo.
Lo que varias generaciones implantaron como norma creativa puede ser la pauta a romper para la siguiente; eso sí, conociéndolas antes. No se puede saltar una barrera que no se ha estudiado de forma previa. Y lo diré tajantemente: pretender crear reglas que marquen escuelas en la literatura es tan improductivo como vender hielo en el año de la invención de la nevera. Hay principios que se pueden romper, y para romperlos hay que estudiarlos, ni más, ni menos.
[1] Antoine Albalat, El arte de escribir en veinte lecciones, ed. Editorial El Barco Ebrio, trad. Hector García Quintana, 2023.